Con esa información en la cabeza, podría haber salido a buscarlas. Pero no lo hice. Nunca he sido de las que persiguen especies concretas. Hay tantas aves que no conozco que prefiero dejar que los encuentros sucedan. Que las cosas aparezcan cuando tienen que aparecer. Y así fue.

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La Laguna del Soto actualmente es mi segundo lugar de pajareo, como una segunda residencia emocional dentro del mundo de las aves. Aunque ahora me parezca increíble, la primera vez que fui cometí un error bastante común entre quienes empiezan: pensar que cualquier ave que nada y tiene el tamaño de un pato es, sin duda, un ánade azulón.

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Parece absurdo, pero ocurre más de lo que se cree. Aquella vez fui con mi madre. No vimos muchas aves. Solo un pequeño grupo de patos a lo lejos, flotando con calma en la laguna. No les dimos importancia. Eran solo patos. Solo ánades azulones. 

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Aun así, por inercia, tomé una foto. Una imagen lejana y con niebla, sin ningún valor en ese momento más que la estética de la laguna. Ni siquiera la revisé. Al pasarla al ordenador, la arrastré directamente a la carpeta de “ánade azulón”.

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Semanas después, mientras editaba otras imágenes, amplié esa fotografía sin ninguna expectativa… y me quedé helada. Aquello no eran azulones. Ni siquiera sabía lo que eran.

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En esa imagen, borrosamente reflejadas en el agua, había lo que ahora sé que son: dos somormujos lavancos, dos zampullines chicos y, entre ellos, una focha común.

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La focha que tanto había buscado. Y que había tenido justo delante.

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No la vi. No le presté atención. Estaba en el lugar correcto, en el momento adecuado… pero con los ojos cerrados.

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Ese día comprendí algo que me acompañará siempre: no es solo que no vemos lo que no conocemos. Es que lo que creemos conocer nos impide ver lo demás.

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Mi mente, condicionada por la costumbre, solo veía ánades azulones. Nunca me detuve a observar con verdadero interés. Y sin embargo, ahí estaban. Las aves que siempre habían estado ahí.