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Reflexiones desde un cormorán grande

El cormorán grande, con su plumaje oscuro y su porte majestuoso, es una presencia inconfundible en el río manzanares durante el invierno. Verlo es un regalo efímero, un recordatorio de que la belleza que encontramos en la naturaleza no nos pertenece. Su llegada trae ilusión, pero también un tipo de angustia sutil y persistente: el miedo a la pérdida y al vacío cuando tenga que irse hasta el próximo invierno.

Este miedo no es solo la tristeza de saber que el cormorán se marchará con el cambio de estación, sino también el temor de que, cuando se vaya, deje un vacío irremplazable. Es el miedo a no haber aprovechado del todo ese tiempo en su presencia, a no haber captado con suficiente detalle su esencia en una fotografía, o a no haber estado plenamente presente en los momentos que compartimos con ellos. Es una sensación que va más allá del ámbito de las aves migratorias. Este sentimiento es universal: lo experimentamos en las relaciones, en las etapas de la vida y en la conexión con el mundo.

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Mientras observaba a un cormorán grande sobre unas rocas cerca de un puente inservible, apoyado con la calma que solo las aves conocen, me vi escondida tras las sombras de los cimientos, intentando inmortalizar su figura. Cada clic de la cámara era un intento desesperado de conservar algo que, inevitablemente, se esfumaría con el paso del tiempo. Esa escena, ese momento de su vida y de la mía, era irrepetible. Y esa consciencia de lo efímero era dolorosa, casi insoportable.

Queremos aferrarnos a lo que nos atrae, a lo que nos conmueve, a lo que nos hace sentir vivos. Queremos mantenerlo cerca, como si así pudieran pertenecernos de alguna manera. Pero las aves son libres. Su naturaleza no conoce de cadenas ni de permanencias forzadas. Tienen que irse, y nosotros debemos aceptar que se van. Lo que queda es ese vacío, esa sensación de pérdida que no puede llenarse de inmediato, porque su partida no es solo física, es también emocional.

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Este miedo al vacío que deja su ausencia tiene un paralelismo claro con el duelo humano. Perder algo o alguien no solo nos enfrenta a la tristeza de su partida, sino también a la incertidumbre de lo que vendrá después. Cuando el cormorán grande desaparezca al final del invierno, otras aves llegarán, pero su presencia no borrará la ausencia que deja.

Sin embargo, esta transición también nos ofrece una lección: la vida está en constante cambio, y el miedo a la pérdida puede encontrarse con la esperanza de lo que está por llegar. La llegada de nuevas aves, con sus colores y comportamientos diferentes, no reemplaza al cormorán, pero aporta algo nuevo, algo que también merece ser apreciado. Este ciclo de pérdidas y encuentros es una parte fundamental de la vida.

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Las aves migratorias, como el cormorán, nos enseñan una lección esencial sobre la libertad. Ellas no se atan a un lugar, a una estación o a nosotros. Tienen sus propios ritmos, y nuestra tarea no es retenerlas, sino aprender a aceptar su paso fugaz. Al igual que ellas, nosotros también debemos aprender a dejar ir, a no intentar aferrarnos a lo que no puede permanecer. La pérdida forma parte de la experiencia humana, pero también lo es la llegada de nuevas oportunidades y conexiones.

Al mirar las fotos que hice de ese cormorán grande, me doy cuenta de que no se trata solo de inmortalizar un instante, sino de aprender a apreciar su fugacidad. La belleza de las aves, como tantas cosas en la vida, radica precisamente en su capacidad de irse y regresar. Nos recuerdan que, aunque el vacío sea doloroso, siempre hay algo nuevo por descubrir y apreciar.

En cada partida hay una enseñanza, y en cada llegada, una promesa. La pérdida y el vacío no son finales, sino transiciones hacia lo que está por venir. Y quizá, en ese vaivén constante, radique la verdadera magia de la vida.

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