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Martina, la pequeña vigía

No sé por qué la llamé así. Simplemente la vi y supe que tenía que llamarse Martina. No lo pensé demasiado, el nombre llegó a mí de la misma forma en la que llegó ella: sin avisar, sin buscarla, pero instalándose en mi vida como si siempre hubiera estado ahí.

No recuerdo el primer día que la vi, pero sí recuerdo el momento en que me di cuenta de que ella también me veía a mí.

Siempre estaba en la misma valla, a la misma hora, con la misma postura. Una diminuta silueta, inmóvil al principio, pero con la cola roja moviéndose arriba y abajo con un ritmo casi hipnótico. Pasaba por ahí todos los días con Kuro y, un día, simplemente la noté. Y en el instante en que la noté, ella me estaba mirando.

No se asustó, no huyó. Solo giró la cabeza, primero de un lado, luego del otro, como si estuviera analizándome con cada ojo por separado. Como si quisiera entender quién era yo.

Desde entonces, se convirtió en un punto fijo en mi rutina. O quizá fui yo quien se convirtió en parte de la suya.

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Martina no actuaba como otras aves. Los colirrojos tizones suelen ser rápidos, desconfiados, casi esquivos, pero ella no temía. Me observaba con una mezcla de curiosidad y atención, como si yo fuera la novedad en su mundo, y no al revés. Bajaba de la valla al suelo, daba unos saltos, volvía a subir, inclinaba la cabeza de nuevo y repetía el mismo juego. No estaba esperando comida, no buscaba nada de mí. Solo miraba.

Kuro también empezó a fijarse en ella. Al principio, pensé que su presencia la haría desaparecer en un instante. Pero no. También lo miraba a él. Y él, como si entendiera que había algo especial en ese pequeño pájaro, se acercaba con cuidado, sin la intensidad con la que se lanza hacia otras aves. Como si él también estuviera tratando de no romper el equilibrio de aquella extraña conexión.

Día tras día, Martina estaba ahí. Excepto cuando llovía. Esos días su ausencia se sentía como una pequeña fractura en la rutina. Quería pensar que estaba en algún rincón seguro, esperando a que pasara la tormenta. Pero cada vez que volvía a verla, algo dentro de mí se aliviaba. Todavía estaba ahí.

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Un día decidí llevarme la cámara. No porque creyera que iba a hacer una gran foto, sino porque necesitaba capturarla. Guardarla. Quería un pedazo de ella, de su mirada juguetona, de su pequeña silueta moviéndose con ese ritmo inquieto. Quería conservarla, como si eso pudiera hacer que nunca desapareciera.

Pero ahí estaba el verdadero miedo. No en Martina. En mí.

Cuanto más me acostumbraba a verla, más miedo tenía de que un día no estuviera.

Si un día pasaba y no la veía, mi cabeza se llenaba de preguntas que no quería hacerme. ¿Dónde está? ¿Le habrá pasado algo? ¿Se la habrá llevado un depredador? ¿Se habrá golpeado contra una ventana? ¿Habrá caído al río? Me imaginaba los peores escenarios, la veía desapareciendo en mis pensamientos antes de desaparecer en la realidad.

Y entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo. La estaba humanizando.​​

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Por un momento, la vi como un animal doméstico, como un perro callejero abandonado, como algo que necesitaba de mí para sobrevivir. Pero Martina no necesitaba nada de mí.

Era un colirrojo tizón. Salvaje. Libre.

No era mi responsabilidad. No era mía. Y tenía que aceptar eso.

Aceptar que un día no estaría allí. Y que eso no significaba que algo estuviera mal, o si. Que su vida no estaba atada a la mía. Que su libertad era más importante que mi miedo.

Y, sin embargo, cada día que la veía en la valla, con su diminuta cola roja agitándose en su baile inquieto, sentía alivio. Todavía estaba ahí.

Todavía estaba Martina.​​

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