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La cigüeña Blanca

Nunca me gustaron las aves. O al menos, eso creí siempre. No sentí esa fascinación temprana que algunos dicen haber tenido desde la infancia. Si alguien me hubiera preguntado hace unos meses qué pensaba sobre ellas, probablemente habría respondido con indiferencia. No las veía como algo interesante ni digno de atención.

Y, sin embargo, aquí estoy, escribiendo sobre ellas.

 

No sé en qué momento exacto sucedió el cambio, pero cuanto más escarbo en mi memoria, más me doy cuenta de que siempre estuvieron ahí, más presentes de lo que jamás quise admitir.

La memoria es un caos borroso, un cúmulo de imágenes desordenadas, como si alguien hubiera pasado un trapo húmedo sobre mis recuerdos, difuminando los detalles. Pero entre todo ese desorden, si miro con cuidado, encuentro momentos claros, intactos. Y en muchos de ellos hay aves. No solo formando parte del paisaje, sino dejando una huella profunda, una que ni yo misma supe reconocer en su momento.

Nunca las busqué, pero ellas siempre estuvieron. Nadie me enseñó a apreciarlas, y mi mente dispersa jamás hizo el esfuerzo de conocerlas. Aun así, algo en mi interior se encogía cada vez que aparecían, algo se detenía por un instante ante su presencia.

Uno de mis primeros recuerdos con aves se remonta a mi infancia. Cumplo años el día que comienza la primavera, y como cualquier niño, ese día me emocionaba. Pero había algo que lo hacía aún más especial: el regreso de las cigüeñas.

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Vivía al lado de una iglesia con un campanario altísimo, y cada primavera, una pareja volvía allí para construir su nido. Desde la ventana del aula de mi colegio, veía sus siluetas recortadas contra el cielo, quietas, observando desde lo más alto. Me gustaba imaginar que eran las mismas de los cuentos, las que traían a los bebés envueltos en sábanas blancas.

Pero aunque fueran parte de una historia infantil, me inquietaban.

Recuerdo caminar de la mano de mi madre por la plaza, en dirección al colegio, cuando su brazo se alzaba y su dedo las señalaba.


—Mira, ya están en su nido.

Yo, agarrando su abrigo con fuerza, alzaba la vista y las encontraba allí, inalcanzables, moviendo sus picos en un chasquido seco.

Ese sonido me estremecía.

No creo que nadie, ni siquiera yo, entendiera entonces que lo que sentía al verlas era miedo.

Eran criaturas gigantes volando sobre nuestras cabezas, tan presentes y a la vez tan ajenas. No sabía nada de ellas, más allá de los cuentos y leyendas. Pero, aunque me encogiera junto a mi madre, no había un solo día en que no quisiera acercarme lo máximo posible.

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Ahora, con casi treinta años, vuelvo a fijarme en ellas.

Estoy en la Laguna del Soto, otra vez con mi madre. Y, como cuando era niña, es ella quien las ve primero. Solo dice:


—Mira.

Levanto la vista.

No hay solo una pareja. Hay decenas. Cuerpos enormes flotando en el cielo gris, surgiendo entre la niebla como espectros. Un escalofrío me recorre la espalda. Pero en vez de agarrarme a mi madre, esta vez me aferro a la cámara.

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Siempre tras el objetivo me siento valiente. Como si la lente fuera un escudo entre el mundo y yo. Mientras las observo a través del visor, me aferro a la cámara con la misma intensidad con la que antes me aferraba a mi madre.

A través del teleobjetivo las veo más cerca que nunca, como si casi pudiera alcanzarlas. De algún modo, la cámara me protege de ellas, pero al mismo tiempo me acerca más a la verdad.

Las veo sobrevolando la laguna, envueltas en la niebla, sus alas enormes batiendo con indiferencia. Son gigantescas. Impredecibles. Y me doy cuenta de que, en realidad, sigo sin saber nada sobre ellas.

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