La garza que se olvidó de mí
Las garzas reales, creo, son de esas pocas aves que logran algo curioso: sorprenden incluso a quienes no sienten ningún interés por las aves. No importa si conoces su nombre o no, si sabes distinguir un mirlo de una urraca... cuando aparece una garza, algo se detiene. Todos, de una forma u otra, le dedicamos al menos unos segundos.
Y la razón es bastante simple: su tamaño. Es un ave grande, imponente, que no pasa desapercibida. Parece gritar con su presencia: “Estoy aquí. Mírame.”
Pero también hay algo más. No solo es grande: es diferente. Su forma, su manera de moverse, su cuello largo y su elegancia natural la convierten en un animal que, aunque veamos con frecuencia, siempre impone respeto y despierta cierta fascinación.

Una de las cosas que más me llaman la atención de las garzas es su morfología. Es un ave que parece transformarse dependiendo de la postura que adopte.
Con el cuello estirado hacia arriba, es pura elegancia: una estatua alta y vigilante, que mira a su alrededor con una calma antigua.
Pero cuando retrae el cuello, encogida, se convierte casi en una bola de plumas, como si de repente hubiera cambiado de especie.
Y en vuelo… en vuelo es otra historia. Siempre recoge el cuello, formando esa característica “S” que la identifica. Verla volar, tan cerca del agua o elevándose entre los árboles, con esas alas enormes que cortan el aire en silencio, es inevitablemente emocionante. Por muchas veces que la veas, siempre sorprende.

Una mañana de invierno, tuve la suerte de estar justo en el lugar y el momento indicados. Madrugué, como suelo hacer cuando quiero aprovechar la luz dorada de los primeros rayos. Estaba en el puente, un poco elevada, cámara en mano, cuando la vi. Se acercó más de lo que esperaba. No por mí, sino por otra garza.
Una garceta, más pequeña, estaba en su zona. No hubo agresión, pero sí un claro gesto de “esto es mío”. La garza real la echaba, sin violencia, solo con el gesto firme de sus alas y un graznido seco. Y en esa distracción, en ese momento en que su atención estaba totalmente puesta en la garceta, se olvidó de que yo estaba allí.

Y yo, en silencio, la observaba. Tan cerca. Tan viva. Tan ella.
Esa mañana fue especial. Las fotos que hice no son solo imágenes bonitas: son fragmentos de un instante mágico, con el sol sobre mí, el sol sobre ella, y esa sensación íntima de estar presenciando algo que no todo el mundo ve.
Tengo suerte.
Tengo suerte de poder ver algo así y de no dejar que me pase desapercibido.

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