El encuentro con las abubillas
El miedo no siempre es un golpe en el pecho o un grito ahogado. A veces es más sutil, un nudo en el estómago, una duda que te hace titubear. En mi proyecto Donde Anida el
Miedo, he descubierto que el miedo también se esconde en los momentos más pequeños, en las decisiones más simples: avanzar o quedarse quieta, acercarse o alejarse, mirar o cerrar los ojos.
Cuando vi a las abubillas picoteando en el suelo, las sentí dudar. Me sentí dudar yo también. Ellas me miraban de reojo, como si calcularan si mi presencia era una amenaza o si valía la pena quedarse. Yo me quedé inmóvil, con el miedo de romper ese instante, de acercarme demasiado y hacerlas huir.

Pero al observarlas, entendí algo. No era que no tuvieran miedo. Lo tenían. Pero su hambre, su necesidad, era más fuerte. Eligieron quedarse. Eligieron confiar. Y obtuvieron algo a cambio: alimento, energía, la posibilidad de seguir adelante.
Con cada bocado que tomaban sin salir huyendo, aprendían que no todas las sombras son depredadores. Que a veces, lo que parece una amenaza resulta ser solo una presencia inocente.
Yo también tenía algo que ganar. Si me quedaba con el miedo, si dejaba que la inseguridad me frenara, me perdería ese momento. Así que, como ellas, decidí quedarme, sin invadir su espacio pero apreciando su presencia. El miedo de asustarlas no desapareció, pero conviví con ello para poder seguir compartiendo su compañía.

Me gusta pensar que ambas aprendimos algo. Ellas descubrieron que el miedo no siempre tiene razón, que hay presencias que no hacen daño y que, en muchas ocasiones, quedarse y enfrentarlo puede traer cosas buenas.
Y yo, que a veces enfrentar el miedo no solo nos deja seguir adelante, sino que nos permite apreciar momentos que, de otro modo, nunca llegarían a suceder. Que lo que parecía hostil puede volverse familiar. Que lo desconocido puede volverse cercano. Y que, con el tiempo, lo que tememos puede volverse parte de nosotros, si nos atrevemos a enfrentarlo.


Trípticos Fotográficos
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