El anciano del río
Siempre he pensado que las garzas reales se parecen a ancianos sabios y arrugados. De esos que llevan una barba espesa y larga, poco pelo en la cabeza, y un abrigo enorme cubriendo un cuerpo ya delicado por los años. Ancianos de los que cuentan historias en una cantina a medianoche, con la voz cascada y los ojos llenos de recuerdos, o en un porche, fumando en una pipa, meciéndose en una hamaca mientras relatan cómo recorrieron el mundo cuando eran jóvenes.
Y cómo desean que sus historias no se pierdan.

La garza real me recuerda a ellos. Por su plumaje, claro, ese gris blanquecino que parece cabello envejecido… pero sobre todo, por su actitud. Siempre quieta. Siempre observando.
Como si pensara. Como si recordara. Como si, en silencio, reviviera sus viajes y sus batallas.
No hace movimientos bruscos. Puede estar inmóvil durante horas, mirando a un punto perdido en el paisaje. Como si esperara que alguien se acercara para escucharla.
Lo comprendí aún más el día que la fotografié. La vi descender desde una rama alta, planeando con esa elegancia vieja que tienen los cuerpos acostumbrados al viento. Se posó en un tronco caído al otro lado del río. Me vio. Estoy segura de que me vio. Sus ojos se clavaron en los míos y durante un segundo hizo un gesto, un leve movimiento de incomodidad.
Pero no se fue.

Quizás no me había visto antes de aterrizar. Quizás dudó en irse al darse cuenta de mi presencia. Yo estaba justo enfrente, al otro lado del río. No quería molestarla. Solo quería quedarme. Quería su compañía.
Así que, muy despacio, sin mirarla directamente, me senté junto al agua.
Y como ella, dirigí mi mirada a un lugar invisible en el horizonte. Le mostré con mi cuerpo que no representaba una amenaza. Que solo quería compartir el instante. La brisa. La luz. El silencio.
Y ella lo entendió. Y lo aceptó.
Se quedó allí. A unos metros. Sin volar. Sin marcharse. Con todas las posibilidades del río, con todos los troncos y ramas del entorno, eligió quedarse allí, conmigo. Y eso fue algo realmente especial para mi.
Compartimos ese momento como dos viejos que no necesitan hablar. Como dos presencias que entienden que no hay que hacer nada más que estar.

La gente que pasaba por el camino se detenía a mirarnos. Quizá sorprendidos de ver una garza tan cerca de una persona. Quizá sintiendo, incluso desde la distancia, esa especie de acuerdo silencioso que se había creado entre nosotras.
Y yo, sin moverme, sin hablar, solo podía pensar:
“Nunca antes me habría imaginado sentada junto a una garza real, aceptada por ella. No la vi desde fuera, la presencié desde dentro.”
Y eso, para mí, vale más que cualquier foto.

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