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Cuando dejamos de ver la belleza

​​Hay aves que, por haber estado siempre ahí, dejamos de mirar. Crecemos viéndolas en los parques, en estanques urbanos, flotando con calma entre el reflejo de los árboles y el cemento, y sin darnos cuenta, las borramos de nuestra capacidad de asombro. Como si su belleza se hubiera gastado con el tiempo, como si la familiaridad les hubiera robado el misterio.

El ánade azulón es una de esas aves. Una de las primeras que aprendemos a reconocer de niños, a alimentar en los estanques con trozos de pan, a señalar con indiferencia porque sabemos que siempre están ahí. Pero, ¿qué pasa si un día decidimos mirarlos de nuevo con atención? Si en lugar de asumir su existencia como algo cotidiano, tratamos de verlos como si nunca antes hubiéramos posado los ojos en ellos.​

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Eso fue lo que hice en la Laguna del Soto, donde fotografié a estos azulones. Por primera vez en mucho tiempo, los vi realmente. Me fijé en los machos con su verde iridiscente, en cómo su plumaje parece transformarse con la luz, cómo sus alas reflejan un azul vibrante que contrasta con el gris del agua. Me fijé en las hembras, en cómo su plumaje terroso las camufla con el paisaje, como si la naturaleza las hubiera vestido con la misma paleta de colores del entorno para protegerlas. Me di cuenta de lo que había dejado de ver.

Pero hubo algo más que me sorprendió. Los azulones de la Laguna del Soto no eran como los de los parques. Eran más esquivos, más serios. No tenían esa actitud confiada, casi domesticada, de los azulones que nadan en los estanques urbanos esperando migas de pan. En ellos había algo más salvaje, más real. No parecían decoraciones vivientes de un parque; parecían lo que siempre han sido: aves salvajes, con instintos intactos, con una distancia natural hacia nosotros.

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Y ahí surgió otra pregunta: ¿Hemos cambiado nosotros a estas aves? ¿Los azulones de los parques son realmente azulones o son el reflejo de lo que hemos hecho con ellos? ¿Hemos jugado a ser dioses, moldeándolos para que encajen en nuestro mundo, para que sean “monos”, amigables, fáciles de fotografiar y alimentar? ¿Nos hemos acostumbrado tanto a verlos en su versión domesticada que al encontrarlos en su estado puro nos resultan hasta inquietantes?

Tal vez el miedo en estas fotografías no está en los azulones en sí, sino en lo que nos muestran de nosotros mismos. El miedo a dejar de ver la belleza de lo cotidiano, el miedo a darnos cuenta de que lo que creíamos conocer ha cambiado, o peor aún, que lo hemos cambiado nosotros.

Pero si hay algo que esta sesión fotográfica me dejó claro es que la belleza sigue ahí, esperando a ser redescubierta. Solo tenemos que mirar con otros ojos.

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